De Vuelta al Barrio

Donde todo puede suceder...

21:58

Safari Nocturno

Publicado por Edneit Ibañez Zamudio

Cualquier urbe que aspire a poseer “a big city attitude”, debe contar entre sus atractivos con una “zona roja”. No me queda duda. En los días que me sobran he redescubierto que la ciudad de Trujillo posee una definida, conocida pero no aceptada y además envidiada. Para llegar a ella no es necesario un mapa secreto ni un sofisticado equipo de GPS: a unos metros del cementerio Miraflores las luces de neón nos guiarán cual estrella de David hacia los night clubs.

Irse de putas es más efectivo y más barato que cualquier sumatoria de invitaciones e infructuosos esfuerzos de seducción. Bienvenidos sean entonces al lugar donde los pudores ceden paso a fragancias totalmente ajenas al habitual flirteo, a la forzada pose o al demagógico “floro monse”. Olvídense de caerles bien a las amigas, de ser patero con el suegro o ser “un buen partido” para la delicadísima suegra. Aquí no se necesitan más que una billetera ligeramente abultada y muchas ganas… de pasarla bien.

La medianoche es una buena hora para partir hacia la aventura. En taxi o caminando (la experiencia enseña que es mejor dejar el auto propio a buen recaudo) podrás llegar (acuérdate de Mahoma) a tu destino. Entra sin prisa con aquella mirada de “ya he estado aquí antes”, busca una ubicación cercana a la pista de baile y en principio dedícate a observar el show del tubo porque en minutos se te acercará una de las chicas (sobrinas de la necesidad) a hablarte mientras te convence de comprarle un trago. Después de intercambiar nombres, halagos y algunas preguntas de rigor, ella se apresurará a cortarte: “¿Por qué no seguimos conversando con un traguito?”.

Quince soles es el precio de un vaso de screwdriver (vodka con naranja) que más que de desentornillador tiene de destapacaños. “Uno para mí y uno para ti, reglas de la casa”, dice ella, mientras descubro un acento amazónico en su hablar. Pregunto por su procedencia y ella, hinchándose de orgullo, responde: “De la selva, pues, ¿o no se me nota?”. Acomodandose la minifalda, me cuenta que vino a estudiar secretariado pero ningún trabajo pudo solventar sus estudios, algo que sí halló en su oficio de “table dancer”, como dice ella para darse más categoría. Le pregunto si le gusta lo que hace y esquiva la mirada. “Da plata, pues”, es la cortante respuesta antes de que sus ojos se pierdan en el vacio por unos segundos para volver a mirarme y quitarme el cigarrillo de la mano, llevárselo a la boca y aspirar y exhalar con coquetería ensayada. “Oye preguntoncito, ¿por qué no me hablas de ti?”. “Habla nomás, yo te escucho, para eso estoy acá”, pronuncia con una ternura equivoca y turbadora mientras se acerca algunos centímetros. Es cuando percibo el perfume barato y dulzón de estas niñas. “Solo he venido a mirar”, digo tímidamente.

Ya con la segunda ronda en la mano y la primera en la cabeza, brindamos: ¡Salud! Me pregunta por mi edad, miento y prendo otro cigarrillo para sentirme más interesante. Cuando le devuelvo la pregunta, ella, algo nerviosa, dice: “19 años, nada menos ni nada más” (en ese orden) pero no había que ser demasiado observador para intuir que no tenia siquiera edad para votar.

“¡Ay, nada hablas tú de ti, sólo preguntas y preguntas, pareces nuevo!”, alza la voz con tono divertido. “Mira, te explico –me hace un gesto con la mano-, acá los clientes vienen a contarme sus cosas y sus problemas, yo se los hago olvidar rapidito nomás”, y me guiña el ojo con maestría de pantera. Después de reír juntos seca su vaso para ponerse de pie, y apurada de emoción anuncia: “¡Ahora me vas a ver bailar, huambrillo!”. Mientras ella baila el mozo engominado me susurra: “La señorita que lo acompañó le puede hacer un baile privado si lo desea. Atrás hay cuartitos, avíseme nomás caballero, de todo te hace la charapita, por 100 soles nada más". Sonrío y me excuso diciéndole que estoy misio y que para la próxima será. Él recoge los vasos y se va sin decirme nada.

La zona roja congrega una romería de gorditos libidinosos, debutantes con granos, esposos de esposas con jaqueca eterna, malandrines, encorbatados manos largas, jóvenes revoltosos, tímidos señoritos, corazones rotos, torpes seductores, cansados gileros. Pero los más divertidos son los ebrios y los que prometen las estrellas con su frase bandera: “Yo te voy a sacar de este mundo” (a ese ya se le acabo el dinero pero no las ganas). Viéndolos tan atentos, las sonrisas congeladas, uno llega a pensar que la están pasando bien. Claro, algo de eso podría haber después del desfile de rubias hijas del peróxido, chinitas de rímel, morochas con lencería de quita y pon, gorditas con tacones, jóvenes escotadas, mas jóvenes con taparrabo, algunas veteranas pero sabias en el arte de las cuatro perillas, y como si eso fuera poco, una peliroja que dice ser igualita a la “roberss”. Léase Julia Roberts.

¿Cómo pretender entonces una mirada oculta y recelosa frente a estas mujeres? Una puta orgullosa es una mujer sincera, una magdalena sin evangelio, un camaleón que se adapta a los tiempos y más a los hombres. Sobrevivir no es un trabajo fácil para estas mujeres. Son expertas de la diplomacia, psicólogas de la calle, coleccionistas de canas al aire, diestras en el amor negociado y envidia oculta de todas. Una puta merece respeto por ser parte de nuestra sociedad, por ser equilibrio de la moral, por ser un atractivo turístico, y también porque debemos tener conciencia de que es un ser humano que sueña. Además, si no fuese por ellas careceríamos de clase política, de enemigos y otros. ¡Que vivan las putas!